lunes, 24 de septiembre de 2012

U B U N T U


Hay sensaciones extrañas de esos días en Azopardo que nunca me atreví a contar pues temía que fueran calificadas como “incorrectas” o “propias del síndrome de Estocolmo ” o alguna tontería por el estilo.
Son sensaciones extrañas e inquietantes precisamente en relación con las agresiones sexuales. En la sala de torturas todo era extremo y también claro: dolor, gritos, violencia en estado puro, odio, terror… gritos desgarrados , gritar con todas mis fuerzas, llamar a mi madre, gritar sin parar, el tiempo que se detiene y el mundo entero que se derrumba.
Es el pozo más profundo, el lugar al que no se quiere volver ni siquiera con el recuerdo, imposible de revivir, es el dolor puro y la desesperación, el punto negro a partir del cual se cae y se cae en un agujero sin fin, el momento siempre presente que está clavado en mi cuerpo para toda la eternidad. Hay un antes y un después de la tortura en mi vida, es lo imperdonable, lo que no tiene casi palabras, lo que se resiste a toda magia.
Sin embargo, hay otros recuerdos que no se sitúan en ese extremo. Cuando me llevaban al baño, una vez abiertas las esposas, empezaba un interminable recorrido por pasillos –la venda siempre puesta– y un montón de manos me tocaban, me manoseaban, me bajaban las bragas, me metían sus dedos y sus penes entre las piernas, en mi vagina y se frotaban contra mí, me echaban el aliento a la cara, me lamían y… ¡me hablaban!
Cuerpos sin caras , manos sin cuerpos, penes sin identidad, sin ojos, sin rostros. Lo que esos cuerpos me trasmitían en ese momento ya no era lo mismo que en la tortura, era algo distinto, algo como desesperación, como angustia , como soledad, como anhelo, como pedido de socorro. Me hablaban mientras me tocaban, mientras derramaban su semen en mí, susurraban con voces que parecían venir de un mundo de angustia, de soledad y de locura, una desesperación que buscaba sosiego en ese contacto fugaz, torpe absurdo, grotesco.
“¡Sentime!” murmuró una voz mientras un cuerpo me apretaba contra su pecho y pasaba su pene por entre mis piernas. Parecía un ruego, una súplica de consuelo. Era horrible sentirse ciega y a merced de esas manos y de esos cuerpos, pero no había en esos momentos ni golpes, ni era el dolor de la tortura , era más bien agobio, asco lo que sentía, algo que me pesaba y al mismo tiempo me sorprendía: ¡aquellos hombres estaban desesperados y también sumergidos en el infierno! Parecía que buscaban alivio con esos torpes gestos sexuales.
Sentí su propia angustia derramarse en mí, junto con su semen. La vida es así de extraña. Cuando su carne contactaba con la mía, yo sentía que más allá (o más acá) de las ridículas abstracciones que nos habían llevado a aquel sótano (“ideologías”, “patriotismo”, “obediencia”, “política”, todas abstracciones ajenas a la vida), en lo más profundo y verdadero todos éramos parte de lo mismo y por eso tocar la carne de esos hombres era tocar también sus almas y sentir también su propio dolor, su locura y su desesperación: la carne de uno y de otro se decían mutuamente su dolor desesperado, su anhelo de luz, su terror y las almas contactaban por un segundo y se sobresaltaban al descubrirse en su semejanza, en su pertenencia a algo común.
Ubuntu llaman a esto los africanos, pero eso lo supe mucho después.

Extraido de http://www.clarin.com/sociedad/fantasmas-mujer-torturada-dictadura_0_778722272.html

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